Cuento I

Difunde tus gustos

Test de Rorschach

Por

Roberto Mengíbar

 

Primera parte

El apartamento maldito está situado a veinte metros sobre el nivel del mar. Como su historia se ha hecho popular, nadie lo alquila.

—Es una verdadera ganga, pero yo no lo recomiendo; ¿se lo quedan, o no?

El encargado se encontraba molesto, la visita de los posibles huéspedes le había interrumpido la siesta.

—Nos lo quedamos —asintieron.

Llave en mano, al día siguiente se personaron en la nueva residencia. La pareja de recién casados estaba contenta. Habían hecho una buena adquisición. Los detalles de la decoración estaban cuidados, el precio del alquiler era barato, los materiales de la construcción de inmejorable calidad. El único inconveniente era el clima, porque con frecuencia el tiempo se volvía tormentoso y llovía.

—Me dijo la vecina de enfrente que hace dos meses se produjo el último caso; lo sacaron baboso y escupiendo saliva como un perro tocado por la rabia.

Andrade no quiso hacer caso al comentario de su esposa, permanecía escéptico.

Mientras almorzaban, un rayo de sol se filtró por entre las cortinas, iluminando con su luz las copas de cristal. Mientras fregaban, ambos miraban recelosos el ventanal; pensando lo mismo, pero sin atreverse a confesarlo.

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—¿Y si fueran ciertos los comentarios?

Por si las moscas, aludiendo como coartada a la suciedad de los visillos, los cambiaron por unos nuevos de tejido duro y una urdimbre más espesa.

Se vivía bien en aquel apartamento de la costa, pero alguien normal se cansa pronto de la falta de luz y la privación del aire. Por eso, Andrade se aventuró hacia el ventanal y estalló la disputa. Andrade decía que sí y Juana que no. Al final ganó Andrade, y el balcón se abrió aunque los visillos siguieran corridos.

Un hermoso día clareado y brillante. Andrade miró a su esposa, que, anticipándose a su pensamiento, de inmediato le reprochó:

—Si lo haces no volveré a hablarte.

Andrade no hizo caso y avanzó hacia el balcón. A medio camino, la mano de Juana sobre su hombro le retuvo.

—Mira bien lo que haces.

— ¿Y si no fuera cierto lo que dicen? Estaríamos perdiéndonos un hermoso día de primavera, Juana. —Esas fueron las únicas palabras del marido.

Y como el amor es loco, tonto y ciego, Juana le dijo, asintiendo:

—Está bien, tú ganas; unidos, en lo bueno y en lo malo.

Andrade puso un beso en la frente de su señora y se apresuró a correr los visillos. Salieron a la terraza del balcón y pasó lo que pasó: comenzó el olor…

Segunda parte

Llamaron a la puerta. A pesar de ser mediodía, las luces eléctricas permanecían encendidas y las persianas bajadas. Abrió ella. El psicoanalista presentó al fotógrafo que lo acompañaba, que no puedo estrechar la mano de Juana porque las tenía ocupadas con una gran cámara de placas.

Era la segunda vez que el médico ponía los pies en esa casa. La primera vez, Andrade se tumbó en el tresillo y le largó todo cuanto se le pasó por la cabeza, incluido el precio del alquiler del apartamento, lo que interesó mucho al psicoanalista. Esta vez venía con intenciones de demostrar la malsana  influencia que ejercía el paisaje en su trastorno.

Hubo que insistir mucho para que Juana lo acompañara al balcón porque se resistía tercamente. Por fin accedió. Apuntaron a las colinas y dispararon la máquina. Como la exposición de la placa al sol fue breve, lograron a la perfección lo que se deseaban: una mancha poco clara pero evocadora del paisaje.

El psicoanalista la puso delante de los ojos de Andrade y le preguntó:

—¿Qué ve?

—Me produce timidez —respondió él, mientras miraba a su esposa que estaba a su lado. El médico le rogó a Juana que se retirase unos momentos fuera de la habitación. Andrade, entonces, balbuceó con torpeza—: Veo unos hermosos pechos de señora, y en la parte superior una gran melena negra y salvaje.

 

 

Fue suficiente. Como Juana había escuchado detrás de la puerta, no hubo que darle muchas explicaciones; se comentó tan solo en qué consistía el test.

—Su marido ve bustos de señora en las dos colinas del fondo del paisaje, y en las nubes de la parte superior melenas empolvadas —le dijo el médico—. Sintiéndolo mucho, la obsesión sexual de su marido es patente.

Juana se puso colorada hasta las orejas; notó cierta malicia y cómo la culpabilidad del suceso recaía sobre ella. El diagnóstico fue el siguiente: insatisfacción por ineptitud de su compañera.

La vergüenza de la falaz acusación la dejó sin palabras, pero se rindió a la evidencia y aceptó la sugerencia del médico: trasladarse a un lugar donde no hubiera montañas ni nubes evocadoras…

Tercera parte

El encargado de atender el inmueble subía con pesadez las escaleras. Acababa de comer y se fatigaba con facilidad a causa de la digestión. No le había gustado nada que, de nuevo, se hubieran interesado por el alquiler del apartamento.

—Créame—le dijo en un tono confidencial al cliente—, aquí, en todo esto, hay algo gafe. La inmobiliaria va a quebrar porque se están marchando todos los inquilinos.

El psicoanalista sonrió burlonamente con aire de superioridad. Cuando se quedó solo en la habitación, colocó sobre la mesita la foto del test de Resistencia Rorschach de su paciente.

—¿Cómo era posible que hubiera gente capaz de ver pechos de señora en simples accidentes atmosféricos y geográficos? Era increíble, pero eso le había beneficiado. No había acabado de pensar en ello cuando estalló la tormenta. Se apresuró, salió al balcón para contemplarla desde el exterior. Al abrir los cristales, una ráfaga de aire fresco le abofeteó la cara y se sintió feliz. Contempló la costa, la vista al mar, el pequeño bosque de palmeras. Al fondo vio dos grandes colinas, la niebla descendiendo por las faldas del monte… Inesperadamente se puso nervioso, sintió la presencia cercana de algo oculto y comenzó el fuerte olor del que tanto le habían hablado: el aroma excitante…, la esencia de Chanel…, el ambiente a cabaret…, a strip-tease…, a medias de seda…, a music-hall.

—¡La lluvia cae sobre sus pechos! —exclamó—. ¡Nooo! Quiero decir…, ¡sobre las montañas!, ¡la cima!, ¡el pezón!, ¡la hierba!, ¡los pelos! ¡El perfume fuerte!, ¡fresco!, ¡dulce!, ¡francés…!

De repente se irguió. El psicoanalista no daba crédito a lo que veía. Era gigantesca, escultural, colosal, proporcionada. Tenía, calculó, noventa y cinco metros de pecho, sesenta de cintura, noventa de caderas. Y avanzada hacia él, impetuosa, sensual, provocadora, dominante…